Recuerdo aquellos años jóvenes en los que de viernes a domingo frecuentábamos los bares de las diferentes zonas de Zaragoza.
Las madrugadas eran un peregrinar por aquellos templos de puertas abiertas en los que, apoyados sobre los capós y maleteros de los coches, bebíamos, fumábamos y hasta nos besábamos mientras escuchábamos a Alaska, Radio Futura, Ramoncín, La Mode, Golpes Bajos, Depeche Mode, B52… para terminar amaneciendo junto a ese chocolate con churros que hacía de telonero del vermú con sifón y gambas con gabardina por los alrededores del rastro.
Casi cuarenta años más tarde, flipo en colores al leer las críticas sin piedad de aquellos mismos veinteañeros, (hoy cincuenteros, sesenteros, hipócritas y viejos prematuros que más que experiencia parece que lo que acumulan es la amargura y el rencor de las víctimas del ladrón de sus meses de abril), criminalizando sin piedad a estos jóvenes millennials que, tras cumplir escrupulosamente con el estado de alarma, han salido eufóricamente a celebrarlo como hubiéramos hecho cualquiera de nosotros a esa edad.
Si mañana el gobierno liberara los límites de velocidad en las autopistas, luego no criminalicemos a quienes deshollinen sus bólidos a todo lo que den, y mucho menos les culpemos de las muertes que por tales excesos se pudieran producir. Cada uno que asuma su responsabilidad.