Cuidar de aquellos que nos han cuidado, más que un deber, un honor

En estos tiempos, dedico la mayor parte de mi tiempo a cuidar a mi padre nonagenario, quien, a sus 96 años, desafía al tiempo y su propio pulso para aportar su ingenio a la sección de humor de RPM Radio. Sin embargo, observo que el mundo no está precisamente diseñado pensando en las personas mayores. Cuando camino por la calle, me veo forzado a apartarme de aquellos que están absortos en sus móviles, y realizar cualquier gestión telefónica se convierte en una tarea imposible.

Los semáforos parecen durar una eternidad cuando necesitas cruzar antes de que cambien, las grandes superficies se sienten excesivamente vastas para aquellos que requieren caminar con calma, y la velocidad a la que hablamos, sin mencionar la tecnología, resulta abrumadora. Incluso las películas, rara vez concebidas pensando en ellos, se interrumpen con bloques de publicidad eternos y un sonido fuera de plano.

Es egoísta que no nos demos cuenta de que el mundo que estamos creando para las personas mayores es, en el mejor de los casos, el mismo en el que podríamos encontrarnos algún día. Por muchas razones que podamos justificar, no es comprensible que las personas den prioridad a sus trabajos, sus vidas o a las familias que construyen, dejando cada vez menos espacio para aquellos que envejecen.

Creo firmemente que lo que hagamos por los demás en la vida, la vida nos lo retribuirá, y si no es así, al menos habremos contribuido a construir un entorno mejor. Agradezco a quienes me ven cada día paseando con él por el barrio y me elogian por cuidar de mi padre, pero sinceramente, considero que es lo mínimo. No puedo imaginar a alguien que elogie a un padre por cuidar de su hijo, ya que es lo que debería ser lo normal. Además, en mi caso, quizás no haya sido un estudiante ejemplar, y en su día, seguramente esa circunstancia le causaría más de un quebradero de cabeza.

Cuando, por razones obvias, en alguna ocasión me repite la misma pregunta o preocupación continuamente, me vienen a la cabeza aquellas veces cuando, con tan solo 7 u 8 años, mi padre solía llevarme para que viera cómo jugaba al ajedrez, y yo, de manera insistente, le pedía una y otra vez que nos fuéramos a casa, obligándole a abandonar la partida. También recuerdo tantas tardes en las que él se quedaba conmigo para ayudarme a preparar un examen, preguntándome y repitiéndome una y otra vez los teoremas, fórmulas, capitales, mapas, biografías… para que se me quedara todo dentro de una cabeza que estaba casi siempre en otro lugar. En definitiva, actualmente, lejos de ser una carga o un lastre, el continuo aprendizaje, la experiencia y la posibilidad de ver la vida desde un prisma mucho más humano son impagables. Cuidarlo es un honor.

«Envejecer es como escalar una gran montaña: mientras se sube, las fuerzas disminuyen, pero la mirada es más libre, la vista más amplia y serena»

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