Lo Malo de la Diferenciación

Me pregunto qué sería de la humanidad si todo esto no existiera y si todo se pensara en colectivo.

Imaginen un mundo donde las mesas de terrazas y restaurantes fueran diseñadas para ser compartidas, órganos de gobierno, departamentos, puestos de trabajo y empresas sin jerarquías, sin distinción de sexo ni raza, sin puertas cerradas, sin edadismos, gobiernos y oposición trabajando codo con codo, fosas comunes en lugar de tumbas individuales, pisos abiertos donde se pudiera dormir en cualquier lugar y la unión de experiencias y conocimientos en una inteligencia no artificial sino natural y humana. ¿Qué pasaría si todos fuéramos, de diferentes maneras, iguales?

Tal vez, en un mundo así, la cooperación y el sentido de comunidad superarían al egoísmo y la competencia. La sociedad podría avanzar de manera más armoniosa, con un enfoque en el bienestar colectivo en lugar del éxito individual. Las barreras que hoy nos dividen, como la propiedad y el espacio personal, se desvanecerían, dando paso a una vida en la que compartir y colaborar serían la norma.

Probablemente la individualidad también tiene su valor, ya que nos impulsa a innovar, a buscar la excelencia y a diferenciarnos; queremos que nuestros logos y nuestras marcas destaquen del resto. Pero pensemos que las banderas y las fronteras muchas veces nos conducen a guerras. No hay un equilibrio entre lo individual y lo colectivo.

Desde que somos pequeños, nos visten con la misma bata en el colegio, y de adolescentes, en el servicio militar, yo lo hice, llevábamos el mismo uniforme, al igual que presos, policías, jardineros, limpiadores, sanitarios, equipos de deporte, universitarios en Oxford, abogados y jueces, sacerdotes… Nos decían que era para parecer iguales, para fomentar la unidad y la igualdad. Sin embargo, en algún momento, todo esto cambia. Emergen las guerras de egos y reina la filosofía del «tanto tienes, tanto vales». ¿En qué momento se vuelve todo hipocresía?

Quizás es en esa transición hacia la adultez cuando comenzamos a valorar más la apariencia y los bienes materiales como medidas del éxito y del valor personal, o tal vez son solo excusas para intentar suplir carencias afectivas. Nos alejamos de la simplicidad de la igualdad impuesta en la infancia y la adolescencia, y entramos en una competencia feroz por destacar y sobresalir. En este proceso, a menudo perdemos el norte, olvidando los valores de cooperación y comunidad que se intentaron inculcar desde pequeños.

El mensaje central del discurso de Charles Chaplin afirmaba que habíamos perdido el camino de la vida: “Queremos hacer felices a los demás, no hacernos desgraciados. No queremos odiar ni despreciar a nadie. En este mundo hay sitio para todos y la buena tierra es rica y puede alimentar a todos los seres. El camino de la vida puede ser libre y hermoso, pero lo hemos perdido”.

Entonces, ¿qué pasaría si lo recuperáramos? Quizás perderíamos algo de nuestra capacidad de innovar y de nuestra motivación personal. Pero también podríamos ganar una sociedad más equitativa, más justa y más solidaria. El reto está en encontrar un equilibrio que permita a la humanidad beneficiarse tanto de la cooperación como de la individualidad. La verdadera hipocresía radica en pretender igualdad cuando, en realidad, valoramos más las diferencias que nos separan…

Pero vamos, si no lo consiguió aquella pandemia que nos iba a hacer mucho mejores.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *